En 1585, en su tercer concilio, los obispos de México prohibieron que se pintaran o esculpieran serpientes en los muros de las iglesias, en los retablos y en los altares.
Para entonces, los extirpadores de la idolatría ya habían advertido que esos instrumentos del Demonio no provocaban repulsión ni espanto entre los indios.
Los paganos adoraban a las serpientes. Las serpientes habían sido desprestigiadas, en la tradición bíblica, desde aquel asunto de la tentación de Adán, pero América era un cariñoso serpentario. El ondulante reptil anunciaba buenas cosechas, rayo que llamaba a la lluvia, y en cada nube vivía una serpiente de agua.
Y era una serpiente emplumada el dios Quetzalcóatl, que por los caminos del agua se había ido.
De Los hijos de los días,
Eduardo Galeano
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