Acabo de mirar el reloj, y sé que con ese simple gesto he destruido el hechizo endeble, la sutil telaraña que estábamos tejiendo entre los dos. Lo supe al volver a mirarte: ya nos vimos desde distancias oceánicas, desde desfiladeros estrechos y distantes. Supe así, como tantas otras veces, que te había vuelto a perder para siempre.
Llegaste temprano, como es tu costumbre, y te sentaste de frente a la puerta, y contra una de las ventanas que dan a la calle, para poder verme llegar sin sobresaltos. Te entretuviste dibujando servilletas de papel y mirando de tanto en tanto para afuera, tratando de decidir qué cara poner cuando me vieras. Cuando me presentiste doblando la esquina, y para no ponerte colorado, te pusiste a contemplar reconcentrado el mantelito de hilo, marcando los cuadrados con el dedo, como si fuese un lápiz. Cuando por fin entré, también hice lo mismo de siempre: fingí buscarte sin hallarte en los rincones más alejados del café (y eso que sé de memoria que siempre te sentás frente a la puerta, contra las ventanas que dan a la calle). Giré como si estuviese por irme, y así logré mi victoria, mi efímera pero imprescindible pero sádica pero dulce victoria: te pusiste de pie, atolondrado, chocaste los muslos contra la mesa y estuviste a punto de derribarla, atajaste como pudiste el florerito con flores artificiales antes de que saliera volando, y por fin me hiciste un gesto como para que te ubicara. Recién entonces me digné a mirarte. Te sonreí, pero sin los ojos, para que te dieras buena cuenta de que era una sonrisa de esas que se dedican al kiosquero o al cajero del banco. Antes de sentarme, te di un beso en la mejilla, o más bien un golpe de mi mandíbula en tu rostro. Vos solías decirme cuánto te gustaban mis besos en la mejilla. Decías que eran cálidos, llenos, agradables. Por eso, desde que nos separamos, cuando nos vemos te obsequio ese golpe con el costado de la cara, para que adviertas el desprecio y la repugnancia que me produce el mínimo contacto con tu piel. A veces me arrepiento de ese sadismo, pero supongo que humillarte me calma los nervios del encuentro. Es como un modo de perdonarme a mí misma el haber venido, haber sucumbido a esta inútil reincidencia en nuestro tumulto de emociones viejas. La cosa funciona, porque herido en tu amor propio endurecés la voz y fruncís el gesto, y empezás a hablar con tu tono pausado de abogado rutinario. En ese momento me convenzo, como una nena, de que hice bien, de que nuestra recíproca frialdad nos exonera de la vergüenza de haber venido, de que son ciertas las excusas que acepté para que nos encontrásemos.
Y desde que llamaste (siempre llamás vos, como si supieras que soy incapaz de la valentía de iniciar esto por mi cuenta) mi vida se ha alterado por completo: cuento los días que me faltan para verte, y al mismo tiempo me doy clases mentales acerca de cómo sustraerme a tu influjo maquiavélico.
Aquel día (como todos los días en los que llamás, esos días marcados con rojo en la penumbra de nuestros desencuentros) me preguntaste por los chicos, por mi trabajo, por un montón de cosas. Hasta te tomaste el trabajo de preguntarme por José y por mamá (hondo sacrificio, por cierto, porque sé que los odiás con toda tu alma). Mientras te escuchaba y te contestaba con obviedades adecuadas a lo trivial de tus preguntas, me sentí mala. Yo sé perfectamente para qué llamás cuando llamás, y por eso me invade un desasosiego más propio de los quince que de los treinta y cinco. Pero me regodeo en tu desesperación, que crece a medida que corre el tiempo sin que yo dé señales de entender tus enigmas. Así te tengo un rato, hasta que tus preguntas titubean y agonizan entre silencios prolongados. Y cuando estás por cortar, recién entonces y justo en ese momento, me vence el terror de perderte y empiezo yo a preguntarte nimiedades. Hasta te hago hablar de Rita (aunque me decepciono cada vez que me respondés que está todo bien, que todo sigue sin problemas, porque siempre anhelo secretamente que me digas que no, que no corre más, que se acabó, que no funcionó). Y en algún recodo de esa charla de locos, una pregunta al azar, un comentario intrascendente, permitirá el puente justo para el “claro, eso sería mejor charlarlo con algo de tiempo, ¿no?”. Y el otro se hará un poco el distraído, al final dirá que bueno, que nos podemos encontrar en el café, sí, sin apuro, un día que nos quede cómodo a los dos, exacto, dejame ver cuándo se puede quedar mamá con los chicos, cuándo puedo salir temprano del estudio, ajá, bueno sí, chau, un beso, otro para vos y los chicos, click.
Por eso, porque desde que colgué no hice otra cosa que arrepentirme de haber pactado este encuentro hipócrita, te golpeé la mejilla al encontrarte, y me hice la distraída al entrar al café, y miré la hora cada minuto y medio para darte a entender que estabas poniéndote pesado y que tenía un sinnúmero de cosas que hacer, infinitamente más importantes que estar enfrente tuyo en un bar que iba oscureciéndose con el correr de la tarde.
Y vos me dejaste hacer, sin decir nada. Seguiste jugando con el sobrecito de azúcar, despegándoles lentamente los bordes y vaciando el contenido de a poco en el pocillo vacío. Hablamos de lo que teníamos que hablar de los chicos, combinamos cuándo vas a quedarte con ellos quince días para que yo me vaya con José a Río de Janeiro, y hasta me recomendaste un par de libros nuevos de derecho comercial imprescindibles para una abogada eficiente. Y entonces, cuando nos quedamos a solas y repletos de silencio, me miraste como solo vos sabés hacerlo: con el trépano en llamas de tu mirada sin tiempo, al fondo de mis propios ojos, de mi cabeza, de mis más ocultos pensamientos. Y yo te vi igual que siempre, iluminado de lado por un sol agonizante, con tu barba entrecana y tu pelo raleado y tus ojos grises y chiquitos. Y fue exactamente en ese instante, ni antes ni después, sino justo cuando el sol se moría con la tarde, que sentí cómo dentro mío se derrumbaba estrepitosamente la puerta que cierra los límites de tu reino. De nada me sirvió mi manual de sadismo para amas de casa, ni mi postura de mujer superada, ni mi estúpida actitud belicosa. En tu reino, ésas cosas son armas perimidas. Y me encontré de pronto recorriendo las mismas sendas ahogadas por los yuyos, y contemplando los mismos paisajes reposados. Volvieron los colores y los aromas, y las canciones y los recuerdos cubiertos por el polvo. Fuimos adentrándonos por los senderos sinuosos y conocidos, reconociendo cada árbol y cada montecito, y cada lápida de nuestro cementerio. Como por arte de magia, las telarañas del olvido desgajándose y dejándonos uno frente al otro con la simpleza y la plenitud que sólo conservan los amores perennes y fracasados. Se borró el café, el sol agónico, Buenos Aires y el jueves a la tarde. Nos guiamos mutuamente por el laberinto de nuestros recuerdos, para no herirnos en las zarzas de nuestros recíprocos desengaños; y cuando quisimos acordarnos nos hablábamos con la dulzura y la complicidad que prometimos cien veces no volver a prodigarnos. Las siguientes dos horas estuve en tus dominios, reviviendo aromas y colores de un pasado detenido en el tiempo. El universo se redujo a tu voz y a la mía, acariciándose en el aire tibio del café, ahogándose en risitas contenidas y en silencios nostálgicos. Y entonces fue cuando miré el reloj y vi que eran las nueve y media, y como me pareció imposible me volví a mirar el reloj de la barra. Y como ése también me dijo que nuestro tiempo había vuelto a morir sin descendencia, fue que entendí que se había roto nuestro hechizo endeble, nuestra sutil telaraña inútil.
Ahora, cuando me tome el subte para volver a mi casa y a mi vida, y cuando camine aterida de frío y de desamparo por Caballito, pensándote a vos haciendo lo mismo por Temperley, voy a arrepentirme de haberte encontrado. Al entrar en casa inventaré apurada una pelea inexistente que desoriente a José y le explique mi desasosiego. “Es el mismo sinvergüenza de siempre”, dirá él, para darme a entender que me entiende y me sostiene. Y yo le diré que sí, casi sollozando, casi largándome a llorar como una nena. Pero no será por fingir, no será por hacerle creer que me lastimaste, sino porque esta noche saberte fuera de mi vida, saber que por meses o por años tu reino va a cerrarse de nuevo a mi visita furtiva, aceptar de nuevo mi vida sin vos en ninguna parte y en ningún momento, se me hará insoportable. Él no entendería –si al cabo ni siquiera yo lo entiendo– que mi vida sos también vos. Vos en alguna parte, vos escondido, vos a medias sepultado por los rencores y las culpas. Pero vos vivo, custodiando celoso y sereno la estrecha extensión de tu reino, esperándome sin prisa para abrir la pesada verja que lo oculta.
En mis sueños, ese caos se resuelve en la sencillez cristalina de unas pocas frases: te encuentro, nuestros ojos se cruzan en miradas incandescentes, y con la franqueza reposada en verdades demoledoras te digo que no quiero volver a verte, pero que mi vida sin vos no funciona, aunque con vos tampoco funcione. Te pido que no me llames más, pero enseguida me desdigo y te confieso que necesito que lo hagas. Te increpo por mi dolor, este dolor sordo de vivir despidiéndote, de vivir extrañándote, a sabiendas de que no hay otro modo de vivirte. Y justo cuando vas a responder, cuando en mi sueño sé que vas a contestar que a vos te pasa lo mismo, que tu vida no está entera sin esas expediciones elusivas a nuestro campo de batalla, mi sueño se interrumpe entre sollozos e hipos de llanto.
No importa cuántas cosas buenas tenga mi mundo mañana a la mañana. No van a importar ni los chicos, ni José, ni el trabajo, ni mi vida entera, ni mis descubrimientos en terapia. Solamente vas a importar vos y tu distancia, vos y el misterio de tu vida vaya a saber por dónde, vos y el agujero insoslayable de mi alma. Porque mañana, al despertarme y acordarme del paseo de hoy por nuestro osario clandestino de flores marchitas, voy a entender por qué me niego una vez y otra a volver a verte. Porque mañana, con el sol pegándome en la cara, voy a tomar conciencia de que he vuelto a perderte, sin haberte siquiera tenido. Y eso será lo peor de todo, el saberme condenada a perderte siempre que te encuentro.
Después irán pasando los días, y el dolor se irá apaciguando. Mi vida retomará gradualmente su ritmo cotidiano, y volverán de a poco los colores al universo. Cuando vengas a buscar a los chicos el sábado, evitaré mirarte a los ojos, y vos, con buen criterio, vas a irte de inmediato. Hasta es posible que después de unos meses me crea curada de vos, y piense que por fin he de dejar de sufrir por tu causa.
Pero una noche cualquiera, la menos pensada, te vas a colar en mis sueños. Y como el nuestro es un amor de premoniciones, al día siguiente, o al otro a más tardar, tendré noticias tuyas. Vas a llamarme con las excusas de siempre: que los chicos, que una causa por quiebra que agarraste para no perderla pero no tenés ni idea de cómo llevarla, que un cambio en el cronograma de vacaciones. Y yo, con el corazón galopándome en la garganta, como si tuviera quince y no treinta y cinco, voy a escucharte maravillada, apenas conteniéndome para no gritarte que sí, que cuando quieras, porque no soporto más sin verte. Pero por no arruinar nuestro recíproco teatro, voy a hacerme la dubitativa, voy a descartar un par de fechas de posibles encuentros, y hasta voy a proponerte que lo arreglemos directamente por teléfono. Pero al final, antes de que te des por vencido, voy a decirte que bueno, que de acuerdo, que nos encontremos. Y voy a volver a entrar al bar en el que me cites. Y voy a fingir buscarte en los rincones más alejados, a sabiendas de que estarás a un lado de la puerta, sobre las ventanas que dan a la calle.
Eduardo Sacheri | Del libro «Te conozco, Mendizábal y otros cuentos»
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