Hay un problema de visión que ninguna cirugía puede curar y que nos impide ver la felicidad, aunque se encuentre justo delante de nuestros ojos. Ese problema se llama adultez y quienes lo padecen tienen dificultades para vislumbrar las oportunidades para divertirse que se encuentran a su alrededor. La causa de esa ceguera es la falta de juego. Los adultos hemos olvidado cómo se juega.
En una sociedad obsesionada con los resultados y la productividad el juego no tiene cabida. Se supone que los adultos no podemos jugar. Los adultos somos personas muy ocupadas que tenemos cosas más importantes que hacer. Por eso, si algún día decidimos romper esa regla tácita, inmediatamente nos sentimos culpables porque pensamos que estamos perdiendo el tiempo.
Aunque lo cierto es que hay pocas cosas más importantes para nuestro bienestar y felicidad que jugar. Sin embargo, no vale cualquier tipo de juego. El juego directivo, ese en el que hay que seguir una serie de reglas precisas y no hay espacio para la espontaneidad, no nos ofrece las mismas oportunidades para crear y expresarnos que el juego libre.
¿Cuándo el juego se convirtió en un patrimonio exclusivo de la infancia?
Hace siglos, en las sociedades de cazadores-recolectores el juego permeaba la vida tribal. De hecho, se puede afirmar que toda la sociedad estaba imbuida en un espíritu lúdico. Jugar no solo era importante para los niños sino también para los adultos.
El psicólogo Peter Gray, estudioso de antropología, afirma que en aquellos tiempos el “trabajo” de los adultos era en realidad una extensión del juego que practicaban cuando eran niños. De pequeños jugaban a cazar, defenderse de los depredadores y recolectar alimentos, y ese juego nunca cesó, no se produjo un punto de ruptura drástico, como sucede en la sociedad moderna, sino que fluyó sin disrupciones hacia el trabajo, que por entonces no tenía una acepción negativa.
No obstante, lo más interesante es que para nuestros antepasados el juego/trabajo era una actividad opcional, no implicaba una obligación sino que se trataba de una decisión personal. Aquellas personas tenían un elevado sentido de la autonomía, con el que criaban a sus hijos, dándoles la libertad necesaria para aprender por sí solos. De esta forma lograban que cada miembro de la tribu se convirtiera en una persona autónoma, integrada y segura de sí misma.
Sin embargo, con el desarrollo de la agricultura se produjo una fragmentación de la sociedad. A este cambio le siguieron otros, que abrieron la puerta a la aparición de una clase dominante, que impuso la directividad que hoy continúa imperando en nuestra sociedad. Más tarde, nuestra obsesión con la racionalidad y la productividad le dieron el golpe de gracia a la espontaneidad y el juego. De esta manera, el juego libre quedó relegado a la infancia y hoy incluso amenaza con desaparecer completamente bajo el peso de los juegos tecnológicos.
El juego nos permite volver a conectar con nuestra esencia
El juego libre es una de las únicas actividades en la que no importan los resultados, en la que no tenemos que ser productivos, solo cuenta el proceso y nuestra satisfacción. Se trata de un cambio de perspectiva trascendental porque el objetivo ya no se encuentra en el futuro sino en el presente, en disfrutar ahora mismo.
Ese cambio de foco nos libera de la tensión que genera la ansiedad de desempeño y nos permite expresarnos libremente. Cuando no tenemos más meta que disfrutar, cuando sabemos que no seremos juzgados por nuestros resultados, nos liberamos del estrés y logramos centramos en el “aquí y ahora”.
Y cuanto más absortos estamos en una actividad que nos agrada, más felices somos. De hecho, el juego promueve ese estado de “participación plena” al que hicieron referencia Abraham Maslow y Mihaly Csikszentmihalyi. Ese estado de flujo, de atención relajada, nos garantiza experiencias óptimas y nos permite ser nosotros mismos con mayor libertad.
De hecho, el juego nos ayuda a conectar con nuestra esencia. A través del juego podemos reencontrar el placer por la vida y, sobre todo, redescubrir aquellas cosas que más nos gustan y que dejamos olvidadas en la infancia. El juego nos permite redescubrir nuestras ilusiones y sueños, más allá de las imposiciones sociales.
El juego alimenta la mente
Solemos pensar que el juego no tiene ningún propósito, pero los estudios realizados en el ámbito de la Psicología y las Neurociencias nos indican que no es así. Jugar es beneficioso porque:
- Alivia el estrés. Cuando nos estresamos la amígdala se activa y suprime las emociones positivas, alimentando un círculo vicioso de negatividad. Jugar nos permite romper esa camisa de fuerza. De hecho, al jugar se liberan endorfinas, las cuales generan una increíble sensación de bienestar y relajación.
- Estimula la creatividad. Carl Jung afirmó: “sin jugar con la fantasía nunca ha nacido ningún trabajo creativo”. El juego es una herramienta fantástica para estimular la imaginación ya que produce una ruptura de los patrones de pensamiento que nos mantienen atrapados y nos impiden vislumbrar nuevas soluciones. El juego nos permite eliminar la censura que nos autoimponemos, permitiendo que fluyan nuevas ideas.
- Mejora las relaciones interpersonales. El juego implica vitalidad, alegría y apertura mental, por lo que es una manera estupenda para mantener viva una relación. También estimula la confianza y la intimidad; de hecho, se ha apreciado que las parejas que disfrutan jugando son capaces de crear un vínculo emocional más profundo. Además, el juego contribuye a sanar las heridas emocionales y superar los desacuerdos.
- Cambia el funcionamiento del cerebro. Un estudio llevado a cabo en la Universidad de Johns Hopkins analizó el cerebro de los músicos mientras improvisaban y descubrió que la corteza dorsolateral prefrontal, un área relacionada con la planificación de las acciones y la censura, prácticamente se apagaba. Esto significa que durante el juego libre nuestro cerebro funciona de una manera diferente: desconecta ciertas áreas para que puedan fluir nuevas ideas.
Jugar no es una actividad sino un estado mental
El psiquiatra Stuart Brown, quien lleva décadas trabajando con personas que han cometido intentos suicidas, afirmó: “lo opuesto del juego no es el trabajo, es la depresión”. De hecho, jugar no es simplemente una actividad sino un estado mental que nos ayuda a mantener nuestro equilibrio emocional.
Jugar significa adoptar la actitud de un niño ante la vida. Significa redescubrir el placer por explorar y asombrarse ante las cosas más sencillas. Jugar significa recuperar la espontaneidad, deshacerse de las ideas preconcebidas y liberarse de los “debería”. También significa entregarse por completo a la experiencia, liberando la mente para encontrar nuevas respuestas o simplemente plantearse nuevas preguntas.
De hecho, no dejamos de jugar porque envejecemos, sino que envejecemos porque dejamos de jugar. Proponte recuperar la magia del juego, es uno de los mejores regalos que puedes hacerte.
Fuente: https://www.divanpsicologos.com/blog/el-juego-no-es-solo-cosa-de-ninos/
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