Todavía me acuerdo de ese verano.
Mi soledad y tu soledad se acostaban juntas
jugaban a pegar trozos, maderas del galeón hundido.
Nos besábamos con verdadero dolor
con la piel en el presente y la cabeza en el pasado
recordando fechas, olvidando promesas
y nos sumergíamos en la noche de las piernas
sorteando el miedo como en una carrera de obstáculos
contra los monstruos del desaliento.
El sudor era una tregua entre cien aёos de guerra,
nos queríamos morir, tan bonitos y tan tristes
como un juguete nuevo en una fábrica abandonada.
Yo tenía 35 y tú 23. No, no eran nuestros años
sino nuestros fracasos,
esos episodios que te definen mejor
que cualquier costumbre familiar.
"¡Venga, despierta!" me decías
y yo te miraba en espiral
porque te amaba pero quería salir corriendo.
Mis dedos no sabían ya pronunciar una caricia
sin que surgiera un nuevo temor desde las yemas.
Incapaz de mirar a las decepciones a la cara
volvía de lleno a tu centro, a derramarme, a licuarme,
a llenarte de blanco la oscuridad,
a dejarte pringada la soledad,
a cubrirte con los chorros de mi angustia.
Te metía los dedos bajo la tristeza
y los sacaba mojados de promesas rotas:
tu corazón era una guarida tenue
mi corazón una maquina de hielo.
Así pasó el tiempo,
como un tren de sólo dos pasajeros
camino hacia la desilusión.
Luego nos dimos cuenta de todo,
de que ese verano en realidad fuiste mía
de que mi vida estaba a tu nombre
pero como suele pasar
nos dimos cuenta tarde.
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